Àngel Marsà
(El Correo Catalán, 24.01.1974)
Los ríos –esas líneas azules, tenues y serpenteantes de los mapas- son rutas, caminos de tránsito antiguo, vías de comunicación que el hombre aprovecha en mil andaduras indispensables. Por los ríos han penetrado las viejas civilizaciones, por ellos han transitado invasores y conquistadores, santos y forajidos, la opulencia y el exterminio, la vida y la muerte. Los ríos son eso, además de muchas otras cosas, como, por ejemplo, en su escueta condición dentro de la geografía física, caudal incesante de agua que discurre a favor de los accidentes del terreno, cuando en realidad es caudal de agua más o menos óptimo, que algunas veces, en tiempos de sequía, no lo es, y limita su actividad a sestear en míseros regatos y simples charquitos de nada.
En otro orden de cosas, los ríos también pueden ser elemento decorativo, ornato público para las ciudades afortunadas que los tienen cruzando sus planimetrías, punto de referencia urbanístico de primer orden; o, si se quiere, cuando la campiña invade sus márgenes, delicia y ganancia de pescadores –especialmente si el río anda revuelto, cosa que sucede con frecuencia-; o, del mismo modo, fuente de energía, ahora que la energía se está poniendo por las nubes; o, lo que es peor, índice altísimo de contaminación, mortal de necesidad para la fauna y la flora, vertedero como es de venenos industriales, circunstancia que obliga a los sufridos ciudadanos -¿por qué todos los ciudadanos han de ser forzosamente sufridos?- a beber cloro puro y otras gangas por el estilo, que en los ríos, sin ser suya la culpa, tiene muchos recovecos, muchas sorpresas, y en cuanto a higiene y sanidad, ni pum.
Pero esta es la miseria de los ríos. Su grandeza exige otras connotaciones, las que, por ejemplo, se insertan, tan abundantes como excelentes, en un copioso y señorial volumen que acaba de publicarse, referido a los ríos de una determinada parcela de la geografá catalana. La palabra y la imagen componen un documento vivo, directo, ampliamente informativo y, de añadidura, incisivamente evocador. Quien escribe –describe- y quien fotografía son dos agudos y penetrantes observadores, enamorados, además, de la tierra que pisan con tanta entrega, que recorren con tan animado empeño. Josep Vallverdú y Ton Sirera no son autores d’un libro, sino protagonistas de una aventura enamorada. Los ríos de Lérida asumen un papel de protagonistas. Ellos son los creadores de un clima, de un paisaje, de una cultura y el escritor y el fotógrafo son biógrafos diligentes y puntuales.
Documento inapelable y testimonio fehaciente que ambas cosas se concilian en ese inventario gozoso y estricto de los ríos leridanos –arterias palpìtantes del Pirineo inmediato- el avatar histórico y humano, también lírico, se hacen su andar y ver esencia y trascendencia, pero también proyección socioeconómica, rigor estadístico y constancia geopolítica, que todo cabe en ess discurrir incesante de los ríos, que tan bellas y profundas imágenes poéticas hubo de proporcionar al Arcipreste de Hita. Esa definición de urgencia, que facilita el diccionario, del vocablo río –“corriente de agua continua que va a desembocar en otra o en el mar”- no pasa de ser una pobre manera de explicar uno de los más fascinantes fenómenos de la naturaleza, algo que trasciende el simple enunciado académico para incidir en el portento indecible de la creación, en el ensueño turbador del contenido incalculable e inaprehemsible de las cosas, en ese trasfondo mágico que tiene lo más cotidiano y elemental.
Inventario de los ríos leridanos, se ha dicho; un Segre entre rural y urbano, dilatado en su recorrido, múltiple y diversos en su continente; los agrarios Noguera Pallaresa y Noguera Ribagorçana, para nombrar tan solo las más conspicuos, que otros, menores pero no menos notorios, quedan igualmente inventariados en las páginas ilustradas y sabrosas del docto, explícito y apasionante infolio.
Libro para leer, también es libro para ver, sin que ambos medios de expresión se interfieran o creen sus propios condicionamientos. El escritor describe –con tan plausible justeza, sin embargo-, mientras el fotógrafo corrobora y deja constancia visual. Colaboración perfecta, cuyo resultado es un libro fulgurante, tan útil como bello, que ambas cosas se complementan, como partes alícuotas o actividades distintas integradas en la misma unidad. Lérida asume, en el inventario o panorámica de sus ríos, una nueva dimensión. Lo que fue, lo que es y lo que serà, todo se justifica a partir de esas líneas azules, tenues y serpenteantes, que reptan por sus mapas. Un historiador y escritor de raza se ha puesto de acuerdo con un fotógrafo exacto y reverente para hacer la biografía de esa Lérida hidráulica de las viejas rutas fluviales, por donde ha discurrido, discurre y seguirá discurriendo el avatar histórico, social y humano del país, de sus estructuras físicas, económicas y morales, de su peso específico como realidad étnica netamente diferenciada. El libro de Josep Vallverdú y Ton Sirera acredita todo eso y mucho más, como fácilmente podrá comprobar el que viere y leyere.